A_ño_y_me_dio

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Con los ojos bien abiertos, sin expresión clara, difícilmente visible por el vaho en el cristal, me descubrió mi yo del futuro tras haber caído presa de una ensoñación durante un secado rutinario.

Cualquiera podría haber esperado un algorítmico set de movimientos esculpidos por el tiempo y el espacio dirigidos a separarme de la dichosa humedad de este sitio. Hasta yo lo esperaba. Sinceramente. De veras.

En algún momento, algo se desenchufó en mi consciencia. Creo, pero seguramente esté equivocado, que el agua recorriendo sus tortuosos senderos por el cristal empañado que la alberga puede llegar a sintonizar con el responsable del wifi de ese aparato. Pasa igual en la mancha que preside cada pared blanca.

Yo pensaba que no, pero los recuerdos se van volviendo borrosos y no es difícil imaginar varias versiones de un mismo hecho sin que todas parezcan plausibles. Tenía fe en que los recuerdos que consideraba valiosos permanecerían grabados a fuego, inmutables, dispuestos a acceder, con alfombra roja y paquete de palomitas en la puerta que le corresponde dentro del palacio de memoria. Al final, ni palacio ni ruinas. Poco más que una sede de la agencia tributaria un viernes justo antes de chapar. Todo con prisas y cita previa. De esos recuerdos no sé si queda el ticket de la entrada y poco más.

Hay otros recuerdos de los que no te he hablado. No les encuentro edificio para explicarlos. Están ahí y son parte de otras partes. Espera, tienen importancia, reserva esta parte, nos servirá más adelante.

Después del desenchufe o antes o durante, no entiendo muy bien el proceso, se dispara un pensamiento que va a otro y ese a otro y se ligan por el resquicio más insospechado. De repente, habiendo saltado desde el Tren A de Duke te sorprendes rebotando contra el clima y los feligreses de cada iglesia con su altar para aterrizar sobre un coqueteo en blanco y negro.

 A ese tipo de recuerdos se les puede cambiar prácticamente todo. No sé qué llevaba puesto yo o mi pareja de baile. No sé si Pocoyó estaba. No sé si había luna llena o nueva. Ni siquiera sé qué había pronosticado mi horóscopo aquel día. Y aunque se le pueda cambiar hasta el último accesorio, la esencia sigue siendo la misma. El recuerdo es, en esencia, el mismo, esté o no Pocoyó. Ahora bien, te voy a parar aquí un momento. Osea, espera, es importante. Para aquí. Bien. Me dirijo a ti. Sí, a ti. No, no intentes convencerme de que la estancia de Pocoyó sería más importante que lo que acontece. Ya sé que sería llamativo tener a Pocoyó en escena, lo he pensado yo. Sí, me reí mientras lo escribía pero estás distrayéndome al público y tengo en reserva un párrafo. Vale, te acepto la discusión por whatsapp, ahora déjame guiar al resto. ¿Seguimos?

No sé si conoces esa sensación que se da cuando hueles algo en alguien aleatorio que te transporta automáticamente a un ente concreto. Yo me refiero a los perfumes aunque valen colonias, comidas e incluso productos de limpieza. Cualquier olor puede ser tu repartidor de puñales hoy. Al menos, yo los vivo así. Vas por la calle, tan tranquilamente, tan a tus cosas, tan a tu reflexión de ducha y un golpe aéreo te revuelve la pituitaria, tu corazón empieza a convulsionar y tus ojos le hacen la competencia al James Webb buscando un rastro de vida del pasado entre los bordes de los párpados. Al final es sólo una silueta deshilachada que se desvive por el cemento, derritiendo vida a cada paso, de manera sobria pero irreflexiva, y tú has vuelto a la parte de atrás de un coche, a la salida de un cine, a un cuarto de baño o a una cena con amigos.

“A mí un año y medio después de una separación sentimental pues me parece un buen momento para hacer una reflexión.”

Con esta frase iniciaba Javier Krahe la introducción a su canción “Año y medio”. En esa introducción explica por qué un año y medio y no dos años, cinco o uno. Una buena explicación. Una pragmática explicación.

Con el tiempo, todos esos inputs van arrojando distintos resultados, no sé si es por la acumulación de errores o porque los recuerdos cambian de sabor según la temperatura que vayan cogiendo. No sería de extrañar, les pasa igual a las lentejas. De repente, el mismo encontronazo protagonizado por una fosa nasal ávida de revolcones se convierte en una sonrisita tonta y un “¿cómo estará ahora? ¿Sabrá cómo estoy yo?”

Miras el móvil, la hora avanza, llegas tarde. Hay que seguir trabajando. Mañana le escribo y le pregunto.

El trabajo sigue, la vida sigue, va haciendo frío y los días se hacen más cortos. Pasan días, pasan meses, pasan años. Vuelve la sonrisa. Vuelve la prisa, vuelve el trabajo, vuelve la insignificancia de la paradójica hormiga que aplica millones de años de evolución tecnológica orgánica y la suerte de ser entre todo lo que no es en mantener un hormiguero funcional y no en recitar poesía, camelar a las masas o disfrutar de la playa en verano.

¿Qué más da? ¿Sabes que cuando muere una hormiga empieza a oler a un compuesto químico que ayuda a las demás a identificarla para sacarla del hormiguero y llevarla a un cementerio donde su descomposición no de problemas? Al parecer, hay un experimento por el que rocían a una hormiga de este químico y ella sola se va al cementerio porque asume que está muerta, aunque pasee o se lleve a sí misma. Seguramente las nubes sean bonitas allí también. Seguramente nos reiríamos un muy buen rato. Seguramente nos diríamos “no entiendo por qué dejamos de hablar tanto tiempo”. Seguramente estemos caminando al cementerio sin saberlo cada vez que rechazamos nuestra parte animal porque, total, ¿para qué? ¿Acaso no es mejor sonreír tontamente que llorar amargamente porque te pasaste de pimienta al ir a retocar un plato que, por lo demás, seguía siendo comestible?